viernes, 19 de septiembre de 2014

Aviso

Hola chicos, les comento que el cuento que les dije que descargaran ya no lo subo porque haremos otras actividades con el libromedia. Saludos. :)

sábado, 13 de septiembre de 2014

Sobre "Asunto de dedos"

Chicos, una disculpa por no haber subido el cuento del equipo de Edmundo Valadés, pero no lo encontré en línea. El lunes les llevo las copias del relato. Saludos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Manejo del blog

Hola chicos, espero que no tengan ningún inconveniente al usar este blog, recuerden dar click en a parte de abajo: "entradas antiguas" para que puedan ver más posts. También para localizar rápidamente a su autor, pueden buscarlo en la parte izquierda donde vienen las etiquetas. Cualquier duda, pueden preguntarme en persona o hacer algún comentario en la parte de abajo de cada entrada, pueden hacerlo mediante su cuenta de Facebook, otras redes sociales o sin hacer uso de una de éstas. ¡Saludos! :)

Edmundo Valadés

No como al soñar
(La muerte tiene permiso, 1955)

¿Se atrevería, hoy? Las muchachas estaban en el balcón, sonriendo, con sonrisas que eran misterio y alfileres. Sonrisas que le separaban de ellas, de la Tichi. ¿Se atrevería? El corazón lo golpeó y le vino el impulso de correr, de regresar, de ir por otra calle.
¡Era tan distinto de noche, durante sus sueños! No como allí, a pleno día, con los ojos abiertos, en este pueblo que tenía un nombre concreto, Mocorito, y cada persona era quien era y uno no podía ser de otro modo. En el sueño no. Él entonces era como hubiera querido ser de día: con valor para llegar hasta la Tichi, sin ninguna vergüenza, sin ruborizarse. Simplemente, sin ninguna complicación. Era. Exactamente como no podía ser, en este otro mundo, sintiendo el sol categórico del mediodía, ahora, cerca de su sueño despierto.
“Sí, se lo daré al pasar. Nada más se lo doy”.
Ahí estaban las muchachas, riendo, hablando en voz alta palabras secretas. Muy difícil, muy doloroso darse valor. Había perdido el paso, estaba encendido, turbado. Extendió el brazo.
-Tichi, toma, es para ti…
Ella lo recibió, tras los barrotes que la guardaban en ese territorio fascinantemente ignorado donde vivía. Se rió ella. Se rieron ellas. Adrián caminó aprisa. En un sueño, con los ojos abiertos.
“¿Lo habrá ya leído?”
Tichi: Te quiero mucho. ¿Quieres ser mi novia?
¡Te quiero mucho! Como si se acariciara así mismo, a su corazón, a ella, con infinita y profunda ternura, con lágrimas y sonrisas.
Alberto le preguntó una vez:
-¿Para qué quieres novia? Mejor vamos a la “otra banda” -al otro lado del río-, todas las tardes. Comeremos sandías y luego don Pedro nos prestará la canoa.
Por allí vivían los lazarinos y a él le habían prohibido que anduviera por esos rumbos. Pero se había escapado muchas veces con Alberto y habían comido sandías y habían paseado en canoa. Era bonito. Tardes en que allí, en el silencio aislado y proscrito, entre los sembradíos, presentían cosas maravillosas y les bullía la curiosidad de aprender a ser hombres. Como si ese silencio del agua, del cielo y de la tierra revelara lo que aún no sabían: lo que estaba más allá de sus 12 años. Y con Alberto podía platicar de todo. Pero nada igual a pensar, sentir y decir: “Tichi: te quiero mucho”.
¿Lo habría ya leído? “Tichi, te quiero mucho, ¿quieres ser mi novia?”
¡Qué emocionante! Ese mismo papel que escribió él, con una frase que pensó él, ¡en las manos de ella! Como si fuera otra frase y no la misma y dijera más de lo que él había querido expresar: que seas mi novia; que me saludes cuando pase frente a tu balcón; que te vuelvas varias veces a verme cuando estemos en misa; que me escribas cartas de amor; que me quieras como yo te quiero a ti…
-¡A mí usted me hace los mandados, hijo de la tiznada!
Era un pleito, allí en la tienda del chino Lee. Un hombre salió tambaleándose, enardecido, con una rencorosa alegría en la voz. No podía adivinarse si era estúpidamente feliz o estaba amargamente dispuesto a morir y a matar, confundido por el alcohol.
Tremolando un cuchillo en alto, reculó en tanto otro hombre, puesta la mano en la pistola que llevaba al cinto, midiendo cada paso, sombrío, se le iba acercando. El primer hombre blandía el cuchillo como si quisiera rasgar algo muy íntimo de su adversario, con un rencor hacia él y hacia todo el mundo, empujado por ciegos y extremosos resentimientos.
Se habían juntado algunos curiosos, sin que nadie interviniera, ya porque no fuera a suceder nada o porque fuera a suceder todo y nada podría hacerse por evitarlo.
La voz del hombre volvió a sonar, agresiva, hiriéndose a sí mismo y a todo el universo, con agudos que recorrían toda la escala de impiadosas ofensas.
-Hijo de la tiznada… Cabrón desgraciado… ¡Chingue a su madre!
Estallaron dos relámpagos, mientras él, Adrián, se había quedado ahí, absorto, con una expectación asustada, anhelante. Fueron dos ráfagas, la explosión de dos fuegos detonantes que desplomaron al hombre del cuchillo y lo dejaron tendido, boca arriba, desangrándose, ya sin rencor y sin voz.
El hombre de la pistola, todavía con ella en la mano, dio una vuelta alrededor del hombre inmóvil, cual si temiera que el ruido exasperante de los insultos pudiera seguir vibrando. En espera de una sola palabra más para disparar de nuevo, dudando si los dos balazos habían sido suficientes para acallar por toda la eternidad el rencor desesperado del hombre del cuchillo.
Entonces Adrián sintió miedo. Miedo intenso del hombre, de su pistola, de que quisiera dispararle. Miedo de que le fuera a ocurrir lo mismo y pudiera quedar ahí, muerto, sin saber nunca la respuesta de la Tichi ni de lo que habría más allá de los límites de Mocorito y de sus 12 años.
Corrió arrastrado por un pánico que le doblaba las piernas y le vaciaba el estómago y le tironeaba el corazón hasta querer sacárselo por la boca. Hasta la casa de doña Pita, que estaba cerca, como la salvación. Hasta entrar, huyendo con todas sus fuerzas.
-Doña Pita, doña Pita… Concha… Acaban de matar a un hombre.
Estaba lívido y hubiera querido llorar. Y cómo estaría su cara de susto, que Concha, su prima, que platicaba con Rebeca y con Julia, se rió burlonamente:
-Ni pareces hombre, te has asustado como un gallina.
-Es que mataron a un hombre… Yo vi cuando le dieron dos balazos… Está ahí, frente a la tienda del chino Lee, tirado, lleno de sangre.
-Miedoso, ni pareces hombre, que te asustas de eso.
Las muchachas salieron, sin que pudiera explicarles que era valiente, que se había atrevido a darle el papel a la Tichi.
Por eso, brincando la cerca del corral, salió por atrás, a la plaza, hacia la escuela. Avergonzado, confuso, sin poder comprender por qué las gentes, Mocorito, la vida, todo, era distinto a sus sueños y él mismo era otro, capaz de sentir miedo y no, como al soñar, en que podía hablarle a la Tichi, sin vergüenza, con coraje hasta para darle un beso o para presenciar la muerte de un hombre sin lanzarse a correr.

Edmundo Valadés

Todos se han ido a otro planeta
(La muerte tiene permiso, 1955)

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿dónde vamos? Resulta que no lo sabemos. Una bruma desconsoladora nos envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y las lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos. Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro. Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío. 

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos días en que los pequeños y apurados planes que hace cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, para salvarse del vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía enamorar había faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la hora de ir al cine a ver una película del Indio Fernández. En el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así como las grandes calamidades se desatan simultáneamente, esas minúsculas que cercan a los hombres a determinada hora y hacen también su daño, se habían desatado contra Epigmenio. En ese momento, se sentía el único habitante sobre la tierra.
Esta sensación no es nada grata. Si se carece de imaginación o se la posee en exceso, lo más fácil es resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en la más cercana y tomar algo fuerte. Ante el bar, con un pie en el “estribo”, Epigmenio se puso a pensar. ¿Había perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas precisamente frente a la barra de una cantina, lo inevitable es que pida otra copa. Y que se siga con una docena. Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha salvado inesperadamente no se sabe por qué milagros del alcohol. Se siente feliz en la tierra y la ve poblada otra vez por sus habitantes, sus esperanzas, sus alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesantes seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una ternura inusitada por el cantinero, todas las mujeres se convierten en fáciles amores. Así son a veces las penas humanas. Lo grave para Epigmenio fue que a la duodécima copa se sintió más solo. Y un hombre que se siente solo después de haber bebido doce copas y ya frente a la decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está verdaderamente solo.
Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es una revelación, como la urticaria. Uno está muy bien. De repente, hay una comezón terrible en toda la piel. Es la urticaria que brotó por cualquier secreta alergia. Así la soledad. Uno ni siquiera la supone. Se vive, sé es, a pesar de todo, más o menos feliz. Pero un minuto, un instante, porque faltó una chica a la cita, porque no se pudo ir al cine, porque no se encontró a ningún amigo en el café, y ¡ahí está la soledad! Y tan inútil como rascarse, cuando la urticaria, sin que se calme, así la soledad: la escarba uno creyendo que es pura imaginación y se exacerba. Ya será difícil que se ahuyente. Epigmenio comprendió: no se sentía solo, estaba solo.
La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue dolorosa. Para escapar de su daño, Epigmenio intentó buscar compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el mundo. Creía que no tendría arriba de dos horas en la cantina. Pero las barras de las cantinas comprueban la teoría de la relatividad: cuando pudo descifrar el reloj, calculó que habían transcurrido cerca de tres horas. Era más de la medianoche. A esa hora, un hombre con trece copas que descubre su soledad y busca compañía, si es soltero, por lo general nada más tiene un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio salió de La Mundial y enfiló hacia el Waikiki.
Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces no por sentirse solo, sino porque deseaba a una muchacha. Usted sabe: esas cosas inevitables que han creado muchachas que van a los cabarets para que las inviten los clientes. La muchacha que Epigmenio invitó esa pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita. Además, capaz de dar algo que no debe esperarse: un poco de ternura. Y mostró hacia Epigmenio una cálida simpatía. Y otras cosas que no hay que decir, porque resultarían indiscretas.
Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo sabe, hay muchas mesas y, alrededor de ellas, esperando a un anfitrión ideal, las muchachas. Las malas muchachas, como hay que nombrarlas para diferenciarlas de esas conocidas como las buenas muchachas. Las malas se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por cada copa que toman, la casa les da una “ficha”. Cada “ficha” vale un peso cincuenta centavos. (Creo que ante la carestía de la vida, también las fichas están revalorizadas.) Cuanto más las invitan, más “fichas” obtienen. Consecuentemente, más dinero. A ellas les gusta, naturalmente, que quien las invite les convide muchos tragos. Por otro lado, pueden gustarle al cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la muchacha no le interesa más que el negocio, acepta ir por un rato. Si el cliente le gusta o se gana su simpatía, puede quedarse dormida hasta el otro día. Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta. Todo esto es muy variable. Habría que hablar mucho sobre ello. Si alguna vez usted y yo podemos ir juntos a un lugar de ésos, allí, frente a una mesa, podremos platicar largamente del asunto.
Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas empeoraron. Aquello estaba poco concurrido. Nada más unas cuantas parejas perdidas entre tanta mesa. Las mesas están frente a la pista, donde se baila, todas con un albo mantel y cuatro sillas bien acomodadas. Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro. Solo. Apoyó el codo sobre la mesa y la cara sobre la mano, tratando de que sus miradas pudieran adivinar si lo que aparecía ante ellas era un objeto o una persona. Y si era persona, si tenía la forma de Sylvia. Sylvia, la muchacha que había aceptado su invitación hacía cuatro noches y se había dormido hasta el día siguiente. La recordó, concentrándose. La concentración se convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si ella estaba allí y aceptaba otra invitación, dejaría de sentirse solo. Con la presencia de Sylvia volvería el mundo a poblarse. Pero no podía concretarla entre las formas desdibujadas de esta o aquella muchacha cuyos contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir, ante sus ojos miopes por el alcohol, una identidad, un nombre, una esperanza.
El señor que atiende el cabaret y que dirige a los meseros como hábil estratego, amablemente se acercó a preguntarle qué deseaba. Es un señor muy diligente que va y que viene, incansable, arreglando que ningún mantel esté fuera de centro y que las sillas estén en su sitio. Debe haber supuesto que algo grave le ocurría a Epigmenio, porque le hizo la pregunta con cordial simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no acertó a decirle que quería una muchacha y que esa muchacha debería ser exactamente Sylvia. Y que si Sylvia no estaba, él daría cualquier cosa por encontrarla. Y que si no la encontraba, podría suceder una catástrofe: que no volviera la gente a la tierra. Y que entonces querría no una copa, sino una botella. Por eso, Epigmenio no pudo decir nada. El señor, con mucha experiencia, le aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró que era una invitación suya.
La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de “píntame de colores, para que me digan Supermán”. Las pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales -se nos olvidaba precisar que lateralmente, empotrados en la pared, hay esos gabinetes abiertos- principiaron el baile, deslizándose por la pista o desbocándose por ella. Según los temperamentos, claro. De pronto, como una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió el rostro de Sylvia por sobre el hombro del caballero que la apretujaba. Sylvia también lo vio y respondió a su mirada con otra indefinible. Podría decir “por qué no has venido”, “por qué no me avisaste que vendrías” o “me da igual que hayas venido”.
Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con otro caballero, lo seguro es que no podría venir con él. Las pequeñas calamidades continuaban aglomerándose. Cuando cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por su compañero hasta un gabinete. Y cómo se sentaba muy cerquita de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez repitiéndole las mismas palabras que el propio Epigmenio dejara caer la otra vez en los oídos de Sylvia. No había duda: la debía estar invitando a ir a dormir. Y esa invitación, no hecha por él, era toda una pena. Una pena honda. Una pena de ésas que en un descuido dan de qué hablar.
Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba. ¿Habría aceptado? Vio cómo llegaba hasta el mostrador, visible desde su mesa, donde les cambian las “fichas” al irse. Como algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe qué víscera, Epigmenio dejó de ver a Sylvia. Clavó los ojos sobre la pista y se sintió el más desgraciado de los hombres. Esa desgracia implicaba la sensación de que Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes ojos abiertos y su boca carnosa, con su blusa blanca muy escotada y sus cabellos sueltos. No pudo evitarlo: recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio estuvo seguro de que daría cualquier cosa por tenerla a su lado, que haría cualquier cosa porque se fuera con él.
Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba esperándola. El tipo que se iba a dormir con ella. Había un trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia estaba comprometida. Y él sabía que ese compromiso es como el aval de una letra de cambio. Quién sabe por qué, pero Epigmenio pensó: “La soledad es un desierto. Soy un cactus en ese desierto.”
¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia? Sí, Sylvia venía hacia su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no quedaba más que el disimulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya junto a él. Sin decirle nada, se inclinó un poco y le dio un beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba saliendo ya, con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso, cálido, lleno de ternura, infalsificable. Decididamente, un beso con magia. El beso espontáneo de una mala muchacha llamada Sylvia. Un beso que había logrado de pronto que todas las gentes regresaran a la tierra del paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra vez por millones de hombres, por animales, por casas. Por risas y lágrimas. Por todo eso que es la vida.

Edmundo Valadés (Mexicano. 1914-1994)

La muerte tiene permiso 
(La muerte tiene permiso, 1955)

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja
contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

Juan José Arreola

La migala
(Confabulario, 1959)

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.