viernes, 19 de septiembre de 2014

Aviso

Hola chicos, les comento que el cuento que les dije que descargaran ya no lo subo porque haremos otras actividades con el libromedia. Saludos. :)

sábado, 13 de septiembre de 2014

Sobre "Asunto de dedos"

Chicos, una disculpa por no haber subido el cuento del equipo de Edmundo Valadés, pero no lo encontré en línea. El lunes les llevo las copias del relato. Saludos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Manejo del blog

Hola chicos, espero que no tengan ningún inconveniente al usar este blog, recuerden dar click en a parte de abajo: "entradas antiguas" para que puedan ver más posts. También para localizar rápidamente a su autor, pueden buscarlo en la parte izquierda donde vienen las etiquetas. Cualquier duda, pueden preguntarme en persona o hacer algún comentario en la parte de abajo de cada entrada, pueden hacerlo mediante su cuenta de Facebook, otras redes sociales o sin hacer uso de una de éstas. ¡Saludos! :)

Edmundo Valadés

No como al soñar
(La muerte tiene permiso, 1955)

¿Se atrevería, hoy? Las muchachas estaban en el balcón, sonriendo, con sonrisas que eran misterio y alfileres. Sonrisas que le separaban de ellas, de la Tichi. ¿Se atrevería? El corazón lo golpeó y le vino el impulso de correr, de regresar, de ir por otra calle.
¡Era tan distinto de noche, durante sus sueños! No como allí, a pleno día, con los ojos abiertos, en este pueblo que tenía un nombre concreto, Mocorito, y cada persona era quien era y uno no podía ser de otro modo. En el sueño no. Él entonces era como hubiera querido ser de día: con valor para llegar hasta la Tichi, sin ninguna vergüenza, sin ruborizarse. Simplemente, sin ninguna complicación. Era. Exactamente como no podía ser, en este otro mundo, sintiendo el sol categórico del mediodía, ahora, cerca de su sueño despierto.
“Sí, se lo daré al pasar. Nada más se lo doy”.
Ahí estaban las muchachas, riendo, hablando en voz alta palabras secretas. Muy difícil, muy doloroso darse valor. Había perdido el paso, estaba encendido, turbado. Extendió el brazo.
-Tichi, toma, es para ti…
Ella lo recibió, tras los barrotes que la guardaban en ese territorio fascinantemente ignorado donde vivía. Se rió ella. Se rieron ellas. Adrián caminó aprisa. En un sueño, con los ojos abiertos.
“¿Lo habrá ya leído?”
Tichi: Te quiero mucho. ¿Quieres ser mi novia?
¡Te quiero mucho! Como si se acariciara así mismo, a su corazón, a ella, con infinita y profunda ternura, con lágrimas y sonrisas.
Alberto le preguntó una vez:
-¿Para qué quieres novia? Mejor vamos a la “otra banda” -al otro lado del río-, todas las tardes. Comeremos sandías y luego don Pedro nos prestará la canoa.
Por allí vivían los lazarinos y a él le habían prohibido que anduviera por esos rumbos. Pero se había escapado muchas veces con Alberto y habían comido sandías y habían paseado en canoa. Era bonito. Tardes en que allí, en el silencio aislado y proscrito, entre los sembradíos, presentían cosas maravillosas y les bullía la curiosidad de aprender a ser hombres. Como si ese silencio del agua, del cielo y de la tierra revelara lo que aún no sabían: lo que estaba más allá de sus 12 años. Y con Alberto podía platicar de todo. Pero nada igual a pensar, sentir y decir: “Tichi: te quiero mucho”.
¿Lo habría ya leído? “Tichi, te quiero mucho, ¿quieres ser mi novia?”
¡Qué emocionante! Ese mismo papel que escribió él, con una frase que pensó él, ¡en las manos de ella! Como si fuera otra frase y no la misma y dijera más de lo que él había querido expresar: que seas mi novia; que me saludes cuando pase frente a tu balcón; que te vuelvas varias veces a verme cuando estemos en misa; que me escribas cartas de amor; que me quieras como yo te quiero a ti…
-¡A mí usted me hace los mandados, hijo de la tiznada!
Era un pleito, allí en la tienda del chino Lee. Un hombre salió tambaleándose, enardecido, con una rencorosa alegría en la voz. No podía adivinarse si era estúpidamente feliz o estaba amargamente dispuesto a morir y a matar, confundido por el alcohol.
Tremolando un cuchillo en alto, reculó en tanto otro hombre, puesta la mano en la pistola que llevaba al cinto, midiendo cada paso, sombrío, se le iba acercando. El primer hombre blandía el cuchillo como si quisiera rasgar algo muy íntimo de su adversario, con un rencor hacia él y hacia todo el mundo, empujado por ciegos y extremosos resentimientos.
Se habían juntado algunos curiosos, sin que nadie interviniera, ya porque no fuera a suceder nada o porque fuera a suceder todo y nada podría hacerse por evitarlo.
La voz del hombre volvió a sonar, agresiva, hiriéndose a sí mismo y a todo el universo, con agudos que recorrían toda la escala de impiadosas ofensas.
-Hijo de la tiznada… Cabrón desgraciado… ¡Chingue a su madre!
Estallaron dos relámpagos, mientras él, Adrián, se había quedado ahí, absorto, con una expectación asustada, anhelante. Fueron dos ráfagas, la explosión de dos fuegos detonantes que desplomaron al hombre del cuchillo y lo dejaron tendido, boca arriba, desangrándose, ya sin rencor y sin voz.
El hombre de la pistola, todavía con ella en la mano, dio una vuelta alrededor del hombre inmóvil, cual si temiera que el ruido exasperante de los insultos pudiera seguir vibrando. En espera de una sola palabra más para disparar de nuevo, dudando si los dos balazos habían sido suficientes para acallar por toda la eternidad el rencor desesperado del hombre del cuchillo.
Entonces Adrián sintió miedo. Miedo intenso del hombre, de su pistola, de que quisiera dispararle. Miedo de que le fuera a ocurrir lo mismo y pudiera quedar ahí, muerto, sin saber nunca la respuesta de la Tichi ni de lo que habría más allá de los límites de Mocorito y de sus 12 años.
Corrió arrastrado por un pánico que le doblaba las piernas y le vaciaba el estómago y le tironeaba el corazón hasta querer sacárselo por la boca. Hasta la casa de doña Pita, que estaba cerca, como la salvación. Hasta entrar, huyendo con todas sus fuerzas.
-Doña Pita, doña Pita… Concha… Acaban de matar a un hombre.
Estaba lívido y hubiera querido llorar. Y cómo estaría su cara de susto, que Concha, su prima, que platicaba con Rebeca y con Julia, se rió burlonamente:
-Ni pareces hombre, te has asustado como un gallina.
-Es que mataron a un hombre… Yo vi cuando le dieron dos balazos… Está ahí, frente a la tienda del chino Lee, tirado, lleno de sangre.
-Miedoso, ni pareces hombre, que te asustas de eso.
Las muchachas salieron, sin que pudiera explicarles que era valiente, que se había atrevido a darle el papel a la Tichi.
Por eso, brincando la cerca del corral, salió por atrás, a la plaza, hacia la escuela. Avergonzado, confuso, sin poder comprender por qué las gentes, Mocorito, la vida, todo, era distinto a sus sueños y él mismo era otro, capaz de sentir miedo y no, como al soñar, en que podía hablarle a la Tichi, sin vergüenza, con coraje hasta para darle un beso o para presenciar la muerte de un hombre sin lanzarse a correr.

Edmundo Valadés

Todos se han ido a otro planeta
(La muerte tiene permiso, 1955)

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿dónde vamos? Resulta que no lo sabemos. Una bruma desconsoladora nos envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y las lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos. Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro. Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué será? No se atina con la respuesta. Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío. 

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos días en que los pequeños y apurados planes que hace cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, para salvarse del vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía enamorar había faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la hora de ir al cine a ver una película del Indio Fernández. En el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así como las grandes calamidades se desatan simultáneamente, esas minúsculas que cercan a los hombres a determinada hora y hacen también su daño, se habían desatado contra Epigmenio. En ese momento, se sentía el único habitante sobre la tierra.
Esta sensación no es nada grata. Si se carece de imaginación o se la posee en exceso, lo más fácil es resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en la más cercana y tomar algo fuerte. Ante el bar, con un pie en el “estribo”, Epigmenio se puso a pensar. ¿Había perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas precisamente frente a la barra de una cantina, lo inevitable es que pida otra copa. Y que se siga con una docena. Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha salvado inesperadamente no se sabe por qué milagros del alcohol. Se siente feliz en la tierra y la ve poblada otra vez por sus habitantes, sus esperanzas, sus alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesantes seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una ternura inusitada por el cantinero, todas las mujeres se convierten en fáciles amores. Así son a veces las penas humanas. Lo grave para Epigmenio fue que a la duodécima copa se sintió más solo. Y un hombre que se siente solo después de haber bebido doce copas y ya frente a la decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está verdaderamente solo.
Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es una revelación, como la urticaria. Uno está muy bien. De repente, hay una comezón terrible en toda la piel. Es la urticaria que brotó por cualquier secreta alergia. Así la soledad. Uno ni siquiera la supone. Se vive, sé es, a pesar de todo, más o menos feliz. Pero un minuto, un instante, porque faltó una chica a la cita, porque no se pudo ir al cine, porque no se encontró a ningún amigo en el café, y ¡ahí está la soledad! Y tan inútil como rascarse, cuando la urticaria, sin que se calme, así la soledad: la escarba uno creyendo que es pura imaginación y se exacerba. Ya será difícil que se ahuyente. Epigmenio comprendió: no se sentía solo, estaba solo.
La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue dolorosa. Para escapar de su daño, Epigmenio intentó buscar compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el mundo. Creía que no tendría arriba de dos horas en la cantina. Pero las barras de las cantinas comprueban la teoría de la relatividad: cuando pudo descifrar el reloj, calculó que habían transcurrido cerca de tres horas. Era más de la medianoche. A esa hora, un hombre con trece copas que descubre su soledad y busca compañía, si es soltero, por lo general nada más tiene un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio salió de La Mundial y enfiló hacia el Waikiki.
Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces no por sentirse solo, sino porque deseaba a una muchacha. Usted sabe: esas cosas inevitables que han creado muchachas que van a los cabarets para que las inviten los clientes. La muchacha que Epigmenio invitó esa pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita. Además, capaz de dar algo que no debe esperarse: un poco de ternura. Y mostró hacia Epigmenio una cálida simpatía. Y otras cosas que no hay que decir, porque resultarían indiscretas.
Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo sabe, hay muchas mesas y, alrededor de ellas, esperando a un anfitrión ideal, las muchachas. Las malas muchachas, como hay que nombrarlas para diferenciarlas de esas conocidas como las buenas muchachas. Las malas se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por cada copa que toman, la casa les da una “ficha”. Cada “ficha” vale un peso cincuenta centavos. (Creo que ante la carestía de la vida, también las fichas están revalorizadas.) Cuanto más las invitan, más “fichas” obtienen. Consecuentemente, más dinero. A ellas les gusta, naturalmente, que quien las invite les convide muchos tragos. Por otro lado, pueden gustarle al cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la muchacha no le interesa más que el negocio, acepta ir por un rato. Si el cliente le gusta o se gana su simpatía, puede quedarse dormida hasta el otro día. Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta. Todo esto es muy variable. Habría que hablar mucho sobre ello. Si alguna vez usted y yo podemos ir juntos a un lugar de ésos, allí, frente a una mesa, podremos platicar largamente del asunto.
Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas empeoraron. Aquello estaba poco concurrido. Nada más unas cuantas parejas perdidas entre tanta mesa. Las mesas están frente a la pista, donde se baila, todas con un albo mantel y cuatro sillas bien acomodadas. Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro. Solo. Apoyó el codo sobre la mesa y la cara sobre la mano, tratando de que sus miradas pudieran adivinar si lo que aparecía ante ellas era un objeto o una persona. Y si era persona, si tenía la forma de Sylvia. Sylvia, la muchacha que había aceptado su invitación hacía cuatro noches y se había dormido hasta el día siguiente. La recordó, concentrándose. La concentración se convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si ella estaba allí y aceptaba otra invitación, dejaría de sentirse solo. Con la presencia de Sylvia volvería el mundo a poblarse. Pero no podía concretarla entre las formas desdibujadas de esta o aquella muchacha cuyos contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir, ante sus ojos miopes por el alcohol, una identidad, un nombre, una esperanza.
El señor que atiende el cabaret y que dirige a los meseros como hábil estratego, amablemente se acercó a preguntarle qué deseaba. Es un señor muy diligente que va y que viene, incansable, arreglando que ningún mantel esté fuera de centro y que las sillas estén en su sitio. Debe haber supuesto que algo grave le ocurría a Epigmenio, porque le hizo la pregunta con cordial simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no acertó a decirle que quería una muchacha y que esa muchacha debería ser exactamente Sylvia. Y que si Sylvia no estaba, él daría cualquier cosa por encontrarla. Y que si no la encontraba, podría suceder una catástrofe: que no volviera la gente a la tierra. Y que entonces querría no una copa, sino una botella. Por eso, Epigmenio no pudo decir nada. El señor, con mucha experiencia, le aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró que era una invitación suya.
La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de “píntame de colores, para que me digan Supermán”. Las pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales -se nos olvidaba precisar que lateralmente, empotrados en la pared, hay esos gabinetes abiertos- principiaron el baile, deslizándose por la pista o desbocándose por ella. Según los temperamentos, claro. De pronto, como una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió el rostro de Sylvia por sobre el hombro del caballero que la apretujaba. Sylvia también lo vio y respondió a su mirada con otra indefinible. Podría decir “por qué no has venido”, “por qué no me avisaste que vendrías” o “me da igual que hayas venido”.
Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con otro caballero, lo seguro es que no podría venir con él. Las pequeñas calamidades continuaban aglomerándose. Cuando cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por su compañero hasta un gabinete. Y cómo se sentaba muy cerquita de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez repitiéndole las mismas palabras que el propio Epigmenio dejara caer la otra vez en los oídos de Sylvia. No había duda: la debía estar invitando a ir a dormir. Y esa invitación, no hecha por él, era toda una pena. Una pena honda. Una pena de ésas que en un descuido dan de qué hablar.
Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba. ¿Habría aceptado? Vio cómo llegaba hasta el mostrador, visible desde su mesa, donde les cambian las “fichas” al irse. Como algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe qué víscera, Epigmenio dejó de ver a Sylvia. Clavó los ojos sobre la pista y se sintió el más desgraciado de los hombres. Esa desgracia implicaba la sensación de que Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes ojos abiertos y su boca carnosa, con su blusa blanca muy escotada y sus cabellos sueltos. No pudo evitarlo: recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio estuvo seguro de que daría cualquier cosa por tenerla a su lado, que haría cualquier cosa porque se fuera con él.
Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba esperándola. El tipo que se iba a dormir con ella. Había un trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia estaba comprometida. Y él sabía que ese compromiso es como el aval de una letra de cambio. Quién sabe por qué, pero Epigmenio pensó: “La soledad es un desierto. Soy un cactus en ese desierto.”
¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia? Sí, Sylvia venía hacia su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no quedaba más que el disimulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya junto a él. Sin decirle nada, se inclinó un poco y le dio un beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba saliendo ya, con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso, cálido, lleno de ternura, infalsificable. Decididamente, un beso con magia. El beso espontáneo de una mala muchacha llamada Sylvia. Un beso que había logrado de pronto que todas las gentes regresaran a la tierra del paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra vez por millones de hombres, por animales, por casas. Por risas y lágrimas. Por todo eso que es la vida.

Edmundo Valadés (Mexicano. 1914-1994)

La muerte tiene permiso 
(La muerte tiene permiso, 1955)

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja
contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

Juan José Arreola

La migala
(Confabulario, 1959)

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

Juan José Arreola

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos
(Confabulario, 1959)

Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente. 

Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.

Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.

Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora...
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.

Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.

Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.

Juan José Arreola (Mexicano. 1918-2001)

Una reputación
(Confabulario, 1952)


La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.
La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.

Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.
Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: "He aquí un caballero". Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.
Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.
Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.
Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama.
En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.
Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.
Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.

Augusto Monterroso

La vida en común

Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su cruz (esposo, esposa, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera) es a la vez la cruz del otro, que amargamente se queja de tener que sobrellevar a toda hora la cruz (nuera, yerno, suegra, suegro, hijastra, hijastro, madrastra, padrastro, hija, hijo, hermana, hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre, esposa, esposo) que le ha tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su capacidad y a cada quien según sus necesidades.


La honda de David

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo
Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.
Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.


La fe y las montañas


Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

Augusto Monterroso

La oveja negra
(La oveja negra y otras fábulas, 1969)


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.


La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.



El mono que quiso ser escritor satírico

En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.

Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.

Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.

No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.

Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.

Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.

Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.

Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.

Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.

Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.

En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

Augusto Monterroso (Guatemalteco. 1921-2003)

Pigmalión


En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.
Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.
Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.
El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.
Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.
Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.
Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.
Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.
Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.
A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.

Gabriel García Márquez

Amargura para tres sonámbulos
(1949)


         Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.

          Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo:
         “No volveré a sonreír”.
          Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.
          Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.
          sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba, convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro.
          Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos.
          Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.
          Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.
          Sabíamos sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
          Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiando de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte.
          De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y seguro en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.